sábado, 30 de junho de 2012

Meilleur des mondes

*Outros mundos. Foto de Roberto Quintela.
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Aqui só pode ser o melhor dos mundos possíveis. Caminhava ontem pelo calçadão quando me deparei com dois famosos, simultaneamente: ambos ligados ao universo sertanejo. O mais jovem, com a namorada; o mais velho, com esposa e  filho. Em que outro lugar do mundo isso aconteceria, que não aqui? Em  seguida, comprei um pastel-esfiha. Ao sair da lanchonete, a senhora chinesa alegou que não a havia pagado, sendo que fora a primeira coisa que fiz, após escolher o pastel-esfiha e vice versa. Conferiu as notas no caixa e pediu-me desculpas. Em que outro lugar do mundo isso aconteceria, que não aqui? Mais tarde, uma cervejinha com alguns amigos, até o badalar das onze e meia da noite. Isso porque o último ônibus com destino ao bairro em que moro é as 23:30; não tenho carro, não tinha carona e, em função da greve de professores federais, uma corrente do mal se apossou de todos os assalariados dessa cidade, cujos salários lhes pagam de metade em metade. Em suma: Sou assalariada e taxi está caro. Em que outro lugar do mundo isso aconteceria, que não aqui? O ônibus especial que nos leva para casa está repleto de mocinhas de 13 a 20 anos, todas exatamente iguais, com a mesma saia "lápis", mesmo modelo de sapato, mesmo modelo de bolsa e, inconfundivelmente, mesmo modelo de cabelo, cabelo liso e longo. Todas clonadas de algum manual de beleza. Em que outro lugar do mundo isso aconteceria, que não aqui?
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Um pequeno gambá cruza o meu caminho pouco antes d'eu chegar em casa.
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Em que outro lugar do mundo isso aconteceria, que não aqui?
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Sei que sentirei saudades.

terça-feira, 26 de junho de 2012

sábado, 23 de junho de 2012

El Libro de Arena (Jorge Luis Borges)


... thy rope of sands...
George Herbert (1593-1623)

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes... No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.

Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi
blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría
una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo
ahora.
—Vendo biblias —me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó.
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo
adquirí en los confines de Bikanir.

Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve —observé.
—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.

Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografia, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.

Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura
del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
—No —me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito.
Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo
arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten
cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico. Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería
personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns —corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le
pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedépensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan. —Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la
Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
—A black letter Wiclif! —murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula
con fervor de bibliófilo.
—Trato hecho —me dijo.

Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó. Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches. Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara.

 El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia. No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron.

De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro. Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.

Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta. Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes dejubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.

Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.

A Biblioteca de Babel (Jorge Luis Borges)

* De Fernando Salgueiro. Vaticano.
...
O UNIVERSO (que outros chamam a Biblioteca) compõe-se de um número indefinido, e talvez infinito, de galerias hexagonais, com vastos poços de ventilação no centro, cercados por balaustradas baixíssimas. De qualquer hexágono, vêem-se os andares inferiores e superiores: interminavelmente.
A distribuição das galerias é invariável. Vinte prateleiras, em cinco longas estantes de cada lado, cobrem todos os lados menos dois; sua altura, que é a dos andares, excede apenas a de um bibliotecário normal.
Uma das faces livres dá para um estreito vestíbulo, que desemboca em outra galeria, idêntica à primeira e a todas. À esquerda e à direita do vestíbulo, há dois sanitários minúsculos. Um permite dormir em pé; outro, satisfazer as necessidades físicas. Por aí passa a escada espiral, que se abisma e se eleva ao infinito.
No vestíbulo ha um espelho, que fielmente duplica as aparências. Os homens costumam inferir desse espelho que a Biblioteca não é infinita (se o fosse realmente, para quê essa duplicação ilusória?), prefiro sonhar que as superfícies polidas representam e prometem o infinito…
A luz procede de algumas frutas esféricas que levam o nome de lâmpadas. Há duas em cada hexágono: transversais. A luz que emitem é insuficiente, incessante. Como todos os homens da Biblioteca, viajei na minha juventude; peregrinei em busca de um livro, talvez do catálogo de catálogos; agora que meus olhos quase não podem decifrar o que escrevo, preparo-me para morrer; a poucas léguas do hexágono em que nasci.
Morto, não faltarão mãos piedosas que me joguem pela balaustrada; minha sepultura será o ar insondável; meu corpo cairá demoradamente e se corromperá e dissolverá no vento gerado pela queda, que é infinita. Afirmo que a Biblioteca é interminável.

Os idealistas argúem que as salas hexagonais são uma forma necessária do espaço absoluto ou, pelo menos, de nossa intuição do espaço. Alegam que é inconcebível uma sala triangular ou pentagonal. (os místicos pretendem que o êxtase lhes revele uma câmara circular com um grande livro circular de lombada contínua, que siga toda a volta das paredes; mas seu testemunho é suspeito; suas palavras, obscuras. Esse livro cíclico é Deus). Basta-me, por ora, repetir o preceito clássico: “A Biblioteca é uma esfera cujo centro cabal é qualquer hexágono, cuja circunferência é inacessível”.
A cada um dos muros de cada hexágono correspondem cinco estantes; cada estante encerra trinta e dois livros de formato uniforme; cada livro é de quatrocentas e dez páginas; cada página, de quarenta linhas; cada linha, de umas oitenta letras de cor preta.
Também há letras no dorso de cada livro; essas letras não indicam ou prefiguram o que dirão as páginas. Sei que essa inconexão, certa vez, pareceu misteriosa. Antes de resumir a solução (cuja descoberta, apesar de suas trágicas projeções, é talvez o fato capital da história), quero rememorar alguns axiomas.
O primeiro: a Biblioteca existe ab aeterno. Dessa verdade cujo corolário imediato é a eternidade futura do mundo, nenhuma mente razoável pode duvidar. O homem, o imperfeito bibliotecário, pode ser obra do acaso ou dos demiurgos malévolos; o Universo, com seu elegante provimento de prateleiras, de tomos enigmáticos, de infatigáveis escadas para o viajante e de latrinas para o bibliotecário sentado, somente pode ser obra de um deus.
Para perceber a distância que há entre o divino e o humano, basta comparar esses rudes símbolos trémulos que minha falível mão garatuja na capa de um livro, com as letras orgânicas do interior: pontuais, delicadas, negríssimas, inimitavelmente simétricas.
O segundo: O número de símbolos ortográficos é vinte e cinco[1]. Essa comprovação permitiu, depois de trezentos anos, formular uma teoria geral da Biblioteca e resolver satisfatoriamente o problema que nenhuma conjectura decifrara: a natureza disforme e caótica de quase todos os livros.
Um, que meu pai viu em um hexágono do circuito quinze noventa e quatro, constava das letras M C V perversamente repetidas da primeira linha ate à última. Outro (muito consultado nesta área) é um simples labirinto de letras, mas a página penúltima diz Oh, tempo tuas pirâmides.
Já se sabe: para uma linha razoável com uma correta informação, há léguas de insensatas cacofonias, de confusões verbais e de incoerências. (Sei de uma região montanhosa cujos bibliotecários repudiam o supersticioso e vão costume de procurar sentido nos livros e o equiparam ao de procurá-lo nos sonhos ou nas linhas caóticas da mão… Admitem que os inventores da escrita imitaram os vinte e cinco símbolos naturais, mas sustentam que essa aplicação é casual, e que os livros em si nada significam. Esse ditame, já veremos, não é completamente falaz).
Durante muito tempo, acreditou-se que esses livros impenetráveis correspondiam a línguas pretéritas ou remotas. É verdade que os homens mais antigos, os primeiros bibliotecários, usavam uma linguagem assaz diferente da que falamos agora; é verdade que algumas milhas à direita a língua é dialetal e que noventa andares mais acima é incompreensível.
Tudo isso, repito-o, é verdade, mas quatrocentas e dez páginas de inalteráveis M C V não podem corresponder a nenhum idioma, por dialetal ou rudimentar que seja. Uns insinuaram que cada letra podia influir na subsequente e que o valor de M C V na terceira linha da página 71 não era o que pode ter a mesma série noutra posição de outra página, mas essa vaga tese não prosperou. Outros pensaram em criptografias; universalmente essa conjectura foi aceite, ainda que não no sentido em que a formularam seus inventores.
Há quinhentos anos, o chefe de um hexágono superior[2] deparou com um livro tão confuso quanto os outros, porém que possuía quase duas folhas de linhas homogêneas. Mostrou o seu achado a um decifrador ambulante, que lhe disse que estavam redigidas em português; outros lhe afirmaram que em iídiche. Antes de um século pôde ser estabelecido o idioma: um dialeto samoiedo-lituano do guarani, com inflexões de árabe clássico.
Também decifrou-se o conteúdo: noções de análise combinatória, ilustradas por exemplos de variantes com repetição ilimitada. Esses exemplos permitiram que um bibliotecário de gênio descobrisse a lei fundamental da Biblioteca. Esse pensador observou que todos os livros, por diversos que sejam, constam de elementos iguais: o espaço, o ponto, a vírgula as vinte e duas letras do alfabeto.
Também alegou um fato que todos os viajantes confirmaram: “Não há, na vasta Biblioteca, dois livros idênticos”. Dessas premissas incontrovertíveis deduziu que a Biblioteca é total e que suas prateleiras registram todas as possíveis combinações dos vinte e tantos símbolos ortográficos (numero, ainda que vastíssimo, não infinito), ou seja, tudo o que é dado expressar: em todos os idiomas.
Tudo: a história minuciosa do futuro, as autobiografias dos arcanjos, o catálogo fiel da Biblioteca, milhares e milhares de catálogos falsos, a demonstração da falácia desses catálogos, a demonstração da falácia do catalogo verdadeiro, o evangelho gnóstico de Basilides, o comentário desse evangelho, o comentário do comentário desse evangelho, o relato verídico de tua morte, a versão de cada livro em todas as línguas, as interpolações de cada livro em todos os livros; o tratado que Beda pôde escrever (e não escreveu) sobre a mitologia dos saxões, os livros perdidos de Tácito.
Quando se proclamou que a Biblioteca abarcava todos os livros, a primeira impressão foi de extravagante felicidade. Todos os homens sentiram-se senhores de um tesouro intacto e secreto. Não havia problema pessoal ou mundial cuja eloquente solução não existisse: em algum hexágono. o Universo estava justificado, o Universo bruscamente usurpou as dimensões ilimitadas da esperança.

Naquele tempo falou-se muito das Vindicações: livros de apologia e de profecia, que para sempre vindicavam os actos de cada homem do Universo e guardavam arcanos prodigiosos para seu futuro. Milhares de cobiçosos abandonaram o doce hexágono natal e precipitaram-se escadas acima, premidos pelo vão propósito de encontrar sua Vindicação.
Esses peregrinos disputavam nos corredores estreitos, proferiam obscuras maldições, estrangulavam-se nas escadas divinas, jogavam os livros enganosos no fundo dos túneis, morriam despenhados pelos homens de regiões remotas. Outros enlouqueceram… As Vindicações existem (vi duas que se referem a pessoas do futuro, a pessoas talvez não imaginarias) mas os que procuravam não recordavam que a possibilidade de que um homem encontre a sua, ou alguma pérfida variante da sua, é computável em zero.
Também se esperou então o esclarecimento dos mistérios básicos da humanidade: a origem da Biblioteca e do tempo. É verosímil que esses graves mistérios possam explicar-se em palavras: se não bastar a linguagem dos filósofos, a multiforme Biblioteca produzirá o idioma inaudito que se requer e os vocabulários e gramáticas desse idioma. Faz já quatro séculos que os homens esgotam os hexágonos…
Existem investigadores oficiais, inquisidores. Eu os vi no desempenho de sua função: chegam sempre estafados; falam de uma escada sem degraus que quase os matou; falam de galerias e de escadas com o bibliotecário; ás vezes, pegam o livro mais próximo e o folheiam, á procura de palavras infames. Visivelmente, ninguém espera descobrir nada.
A desmedida esperança, sucedeu, como e natural, uma depressão excessiva. A certeza de que alguma prateleira em algum hexágono encerrava livros preciosos e de que esses livros preciosos eram inacessíveis afigurou-se quase intolerável. Uma seita blasfema sugeriu que cessassem as buscas e que todos os homens misturassem letras e símbolos, até construir, mediante um improvável dom do acaso, esses livros canônicos.
As autoridades viram-se obrigadas a promulgar ordens severas. A seita desapareceu, mas na minha infância vi homens velhos que demoradamente se ocultavam nas latrinas, com alguns discos de metal num fritilo proibido, e debilmente arremedavam a divina desordem.

Outros, inversamente, acreditaram que o primordial era eliminar as obras inúteis. Invadiam os hexágonos, exibiam credenciais nem sempre falsas, folheavam com fastio um volume e condenavam prateleiras inteiras: a seu furor higiênico, ascético, deve-se a insensata perda de milhões de livros. Seu nome é execrado, mas aqueles que deploram os “tesouros” destruídos por seu frenesi negligenciam dois fatos notórios.
Um: a Biblioteca é tão imensa que toda redução de origem humana resulta infinitesimal. Outro: cada exemplar é único, insubstituível, mas (como a Biblioteca é total) há sempre várias centenas de milhares de fac-símiles imperfeitos: de obras que apenas diferem por uma letra ou por uma virgula. Contra a opinião geral, atrevo-me a supor que as consequências das depredações cometidas pelos Purificadores foram exageradas graças ao horror que esses fanáticos provocaram. Urgia-lhes o delírio de conquistar os livros do Hexágono Carmesim: livros de formato menor que os naturais; onipotentes, ilustrados e mágicos.
Também sabemos de outra superstição daquele tempo: a do Homem do Livro. Em alguma estante de algum hexágono (raciocinaram os homens) deve existir um livro que seja a cifra e o compêndio perfeito de todos os demais: algum bibliotecário o consultou e é análogo a um deus.
Na linguagem desta área persistem ainda vestígios do culto desse funcionário remoto. Muitos peregrinaram á procura d’Ele. Durante um século trilharam em vão os mais diversos rumos. Como localizar o venerado hexágono secreto que o hospedava? alguém propôs um método regressivo: Para localizar o livro A, consultar previamente um livro B, que indique o lugar de A; para localizar o livro B, consultar previamente um livro C, e assim até o infinito…
Em aventuras como essas, prodigalizei e consumi meus anos. Não me parece inverosímil que em alguma prateleira do Universo haja um livro total; rogo aos deuses ignorados que um homem – um só, ainda que seja há mil anos! – o tenha examinado e lido. Se a honra e a sabedoria e a felicidade não estão para mim, que sejam para outros. Que o céu exista, embora meu lugar seja o inferno. Que eu seja ultrajado e aniquilado, mas que num instante, num ser, Tua enorme Biblioteca Se justifique.
Afirmam os ímpios que o disparate é normal na Biblioteca e que o razoável (e mesmo a humilde e pura coerência) é quase milagrosa exceção. Falam (eu o sei) de “a Biblioteca febril, cujos fortuitos volumes correm o incessante risco de transformar-se em outros e que tudo afirmam, negam e confundem como uma divindade que delira”.
Essas palavras, que não apenas denunciam a desordem mas que também a exemplificam, provam, evidentemente, seu gosto péssimo e sua desesperada ignorância. De fato, a Biblioteca inclui todas as estruturas verbais, todas as variantes que permitem os vinte e cinco símbolos ortográficos, porém nem um único disparate absoluto. Inútil observar que o melhor volume dos muitos hexágonos que administro intitula-se Trono Penteado, e outro A Cãibra de Gesso e outro Axaxaxas mlö.
Essas proposições, à primeira vista incoerentes, sem dúvida são passíveis de uma justificativa criptográfica ou alegórica; essa justificativa é verbal e, ex hypothesi, já figura na Biblioteca. Não posso combinar certos caracteres dhcmrlchtdj que a divina Biblioteca não tenha previsto e que em alguma de suas línguas secretas não contenham um terrível sentido. Ninguém pode articular uma sílaba que não esteja cheia de ternuras e de temores; que não seja em alguma dessas linguagens o nome poderoso de um deus. Falar é incorrer em tautologias.
Esta epístola inútil e palavrosa já existe num dos trinta volumes das cinco prateleiras de um dos incontáveis hexágonos – e também sua refutação. (Um numero n de linguagens possíveis usa o mesmo vocabulário; em alguns, o símbolo biblioteca admite a correta definição ubíquo e perdurável sistema de galerias hexagonais, mas biblioteca é pão ou pirâmide ou qualquer outra coisa, e as sete palavras que a definem tem outro valor. Você, que me lê, tem certeza de entender minha linguagem?);
A escrita metódica distrai-me da presente condição dos homens. A certeza de que tudo está escrito nos anula ou nos fantasmagórica. Conheço distritos em que os jovens se prostram diante dos livros e beijam com barbárie as páginas, mas não sabem decifrar uma única letra.
As epidemias, as discórdias heréticas, as peregrinações que inevitavelmente degeneram em bandoleirismo, dizimaram a população. Acredito ter mencionado os suicídios, cada ano mais frequentes. Talvez me enganem a velhice e o temor, mas suspeito que a espécie humana – a única – está por extinguir-se e que a Biblioteca perdurará: iluminada, solitária, infinita, perfeitamente imóvel, armada de volumes preciosos, inútil, incorruptível, secreta.
Acabo de escrever infinita. Não interpolei esse adjetivo por costume retórico; digo que não é ilógico pensar que o mundo é infinito. Aqueles que o julgam limitado postulam que em lugares remotos os corredores e escadas e hexágonos podem inconcebivelmente cessar – o que é absurdo. Aqueles que o imaginam sem limites esquecem que os abrange o número possível de livros.
Atrevo-me a insinuar esta solução do antigo problema: A Biblioteca é ilimitada e periódica. Se um eterno viajante a atravessasse em qualquer direção, comprovaria ao fim dos séculos que os mesmos volumes se repetem na mesma desordem (que, reiterada, seria uma ordem: a Ordem). Minha solidão alegra-se com essa elegante esperança.
[1] expressão popular para resplendor.
[2] Mesmo que gupiara, depósito de diamantes.

sexta-feira, 22 de junho de 2012

sábado, 16 de junho de 2012

30 COISAS QUE NUNCA SERÃO FEITAS

*Nadas com golfnhos. Foto de Miguel Maroco.
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Lista de coisas que nunca serão feitas (por mim, nesta encarnação:)
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1) Ir a um show da Legião Urbana...(eu sei leitor, esse blog já teve dias melhores);
2) Nadar com golfinhos;
3) Nadar sem golfinhos;
4) Enfim...nadar.
5) Aprender latim, grego, hebraico e aramaico (eu adoraria....);
6) Dirigir um caminhão;
7) Me converter ao judaísmo (eu adoraria também...);
8) Saltar de "bungy jump";
9) Fazer a coda de Dom Quixote com fouettes duplos e triplos (só rola o simples mesmo...);
10) Ser médica;
11) Ser detetive particular.....(apesar de que existem cursos por correspondência);
12) Ir a Londres;
13) Fazer um pornô;
14) Esquartejar alguém;
15) Correr como uma pessoa normal;
16) Praticar Yoga;
17) Origamis;
18) Gravar um disco;
19) Ter um caso com o Sean Peen;
20) Ser tia....
21) Escrever "Dom Casmurro";
22) Criar a penicilina;
23) Distinguir algarismos romanos de um relogio de pulso, quando me for perguntado abruptamente sobre...
24) Resolver divisões com fração e raiz quadrada;
25) Dar um beijo triplo gay... (apesar de que nunca se sabe);
26) Academia;
27) Não ser prolixa;
28) Casar na igreja;
29) Esportes;
30) Ser pontual.

ANTES DOS 30

 *15 anos Diuly Bittencourt.
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Coisas para antes dos 30 (dos meus 30, a propósito de algumas queixas...hehe)
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1) Aprender a cozinhar;
2) Aprender a dirigir;
3) Terminar o mestrado;
4) Mudar de cidade/estado;
5) Aprender línguas;
6) Ficar podre de rica;
7) Encontrar uma profissão ou algo que eu queira fazer para o resto da vida;
8) Casar
9) Voltar a Buenos Aires e conhecer outro país latino;
10) Voltar a dançar;
11) Tentar doutorado (?);
12) Fazer um documentário sobre alguma coisa....
13) Ter um filho ou um peixe.

...Assim seja, Amém, Saravá.

Little Joy - Unattainable (DUMBO Session West)

Adriana Calcanhotto - Do fundo do meu coração

quinta-feira, 14 de junho de 2012

Eurocopa 2012...

...a gente se vê por aqui!
(Xabi Alonso - Espanha)

O Amor segundo Balzac (ou post de mau gosto)


"[...]Amante. Na tarde de sexta-feira, a polícia ouviu a garota de programa que foi o estopim da briga entre o casal. Ela disse que se relacionava com o executivo desde o início do ano e, nesse período, ganhou dele um Pajero, avaliado em R$ 100 mil. Sua identidade foi preservada. Assim como a amante, Elize conheceu Matsunaga quando trabalhava como garota de programa.
...
Para chegar à amante, Elize contratou um detetive. Foi lendo os classificados de uma revista semanal que, no dia 16, antes de viajar para o Paraná, ela decidiu chamar alguém para vigiar os passos do marido. O detetive flagrou Matsunaga com a garota de programa por diversas vezes durante os três dias em que Elize esteve viajando. Segundo o advogado, Elize era informada a todo momento sobre o que o marido fazia ao lado da amante.
...
O advogado de Elize disse também que essa não havia sido a primeira vez que o executivo traiu sua cliente. Há dois anos, no início do casamento, ela descobriu que Matsunaga teve um caso com uma funcionária da Yoki. Ele teria prometido à mulher que não aconteceria novamente."
(Disponivel em: http://www.estadao.com.br/noticias/cidades,defesa-pede-que-esquartejadora-deixe-a-prisao,885058,0.htm)
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"Pode-se perdoar, mas esquecer, isso, é impossível."
(Honoré de Balzac)

Dona Annita comenta sobre a mulher que esquartejou o executivo da Yoki

quarta-feira, 13 de junho de 2012

Viagens e viações.


Gosto de viajar de ônibus. Tenho a sensação de que estão todos - demais passageiros e eu - no mesmo "barco-ônibus", isto é, todos à beira da vida e da morte, juntos, sem distinção racial, religiosa, e  quase financeira. Entre nós, há a presença do "deus-motorista", responsável pelo destino dos homens que lá estão: dentro de um pequeno e nômade espaço, um amontoado de histórias.

Enquanto me falta inspiração para a dissertação de mestrado e demais obrigações, aproveito as condições pseudo-favoráveis em que me encontro para viver a experiência da viagem; De janeito até então: Buenos Aires, Belo Horizonte, interior de São Paulo. Finalidade Acadêmica? Compreender a condição humana antes de mais nada...

Pois bem! Houve uma senhorinha - trecho São Paulo X São Carlos - cujas três horas e meia de bate papo levaram-me a uma profunda reflexão sobre a ideia de amizade. Faltante e absurdamente simpática, queixava-se por ter sido "abandonada" pelas "pseudo-amigas e parentas" bem no dia do aniversário. Tudo por conta de um jantar oferecido em homenagem a outro aniversariante - na mesma data - por um chefe de cozinha europeu que passeava por terras tupiniquins no interiorr paulista. A fim não perder o "rolé", as amigas da minha então companheira de viagem convidaram-na para comemorar seu aniversário no tal jantar do chefe europeu, dispertando a fúria de minha colega. Afinal, enquanto todas as pompas eram destinadas a um quase-desconhecido, minha amiga receberia em troca metade de flash, bolo e champanhe, e um cafézinho e cerveja pós almoço para tampar sol com peneira. Chateadíssima, fugiu para a casa da filha, no interior, sem comunicar às amigas. "Acha que fiz mal?' - "Nada...elas mereciam!".

Também conheci uma jovem mãe, trecho São Paulo X Viçosa, cujo namorado estrangeiro era fonte dos mais incomensuráveis  ciúmes e desatinos. "Ele tem uma série de amigas biscates no facebook, deixa eu te mostrar". Houve também, trecho Araraquara X São Paulo, uma adorável família com quem compartilhei quatro horas de riso e maternidade: avó-mãe e as pequenas gêmeas. Enquanto uma delas dormia ou vomitava, a outra me contava a história da sua vida em forma de repente e de musica ensinada pela professora da educação infantil. Voltei para a casa com a certeza de que não quero ser mãe nos próximos 5 anos. 

Há também os que não compartilham nada, fechando-se em si mesmos. Quando me acontece, aproveito o tempo de viagem para pensar na vida, nas coisas que me atormentam, ou no simples observar dos demais passageiros e nuvens do céu. Acho fantástica a idéia de que todos estamos sob o mesmo céu, de que entre mortos e feridos todos serão salvos, assim-assim....

Aí chegou o dia dos namorados. Não há viagem mais interessante do que essa: a de namorar alguém bem diferente de você e tão parecido, barrocamente falando. Preparou-me um jantar romântico enquanto eu degustava o agrado e , simultaneamente, assistia a todos os noticiários em busca de informações sobre a esquartejadora sulista - minha nova obsessão...( e não é que fica legal? A ESQUARTEJADORA DE CURITIBA). Deu-me de presente cinco livros, três deles para a minha dissertação de mestrado; disse que sou a mulher mais imatura que já conheceu; a mais ciumenta; a mais mórbida (em português). Por fim, também disse que sou sonâmbula, sendo a primeira pessoa a me dizer-lo em vinte e seis anos. Disse que a culpa foi minha pelo estrago do sofá - o leite com cereias que ele deixou cair; a culpa também foi minha por ter perdido dez minutos de "Os vingadores" enquanto estava na fila para a minha pipoca. Se o romantismo passa de nós, há algo que nos aproxima cada vez mais: todas as viações trecho EU X OUTRO.
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terça-feira, 12 de junho de 2012

terça-feira, 5 de junho de 2012

sábado, 2 de junho de 2012

Teoria erótico-biológica

[...] Eu lhe expliquei que o amor não existia, que era uma invensão de um italiano chamado Petrarca e dos trovadores provençais. Que isso que as pessoas pensam ser um cristalino fluir da emoção, uma pura efusão do sentimento, era o desejo instintivo dos gatos em cio dissimulado atrás de palavras belas e dos mitos da literatura. Não acreditava em nada disso, mas queria bancar o original. Minha teoria erótico-biológica, além do mais, deixou tia Julia bastante descrente: acreditava eu, de verdade, nessa idiotice?
(Tia Julia e o Escrevinhador - Mario Vargas LLosa, 1977)